El Origen

-Aló, buenos días, ¿A qué horas sale el próximo bus de Empresa Arauca?

-Sí, el que va para Manizales o el que va a Pereira.


Así reconocía yo el momento aquel en que hacía el retorno a esas tierras a las que se llega por carreteras llenas de curvas, por laderas cafeteras, por el frío de los vientos que atraviesan Santa Bárbara y por el calor sofocante, como de secador de cabello, del Cauca en el cañón de Pipintá, por los paradores de medio camino en La Felisa, llenos de dulces en vasijas de totumo, de pionono, de olor a brevas, de cosechas de mango, de naranja o de corozo.

Para llegar al origen, se debe bajar primero al infierno. Es así como recuerdo a Arauca, un pueblo de paso, de comercio y de borrachos, de calor abrasador. Recuerdo su plaza de mercado, en frente de la iglesia del pueblo; con toldos de color blanco, con carnes expuestas al sol, con la sangre derramándose en el suelo, con el olor de los cerdos que apenas han sacrificado. Recuerdo cómo el pueblo se alza al pie del Cauca, como si quisiera huir de él, aferrándose a las empinadas cuestas de la montaña. Recuerdo cómo se apilaban los Jeeps a lado y lado de la carretera principal, la única que atraviesa el pueblo y dirige su vida y su rumbo desde que el ferrocarril dejó de pasar mucho antes de que yo naciera, en los años 70, tiempo en que este moribundo caserío traía el progreso que venía desde Buenaventura, pasaba por Cartago, descendía en Arauca, tomaba una chiva hacia Tres Puertas, pasando por La Rochela y subiendo finalmente a la empinada Manizales, aquella otra ciudad de mi infancia en la que, en las mañanas, intentaba ver, si no el volcán, al menos la cima blanquecina de la nieve del Ruiz.

En aquel caserío vivía mi abuela, Libia. Olía a Piel Roja o Derby, a café, a algún perfume de señora, o a la comida que siempre preparaba: un sudado de res con ensalada de repollo y zanahoria. Recuerdo cómo el calor se filtraba por el tejado de cinc del patio, donde igualmente yo huía a refrescarme, moviendo como si fueran olas del mar que soñaba algún día conocer, las aguas del tanque donde se lavaba la ropa. Desde el patio se veían los solares de las otras casas. Desde el balcón solo se podía oír el bullicio que aturdía, el olor a cerveza caliente, a las remesas que salían desde o hacia las veredas, alguna balada de Rocío Dúrcal, algún vals de Julio Jaramillo y muchas rancheras de Antonio Aguilar.

Recuerdo también el puente sobre el río, donde con suerte podía ver los actos casi suicidas de aquellos que se lanzaban a él en busca de un poco de adrenalina o en exhibición de su valentía. Siempre esperaba ver cómo emergían de las aguas turbias algunos metros más allá de donde ingresaban de cabeza, con el temor de que algún remolino de agua se los llevara para siempre. Después del puente, estaba ese lugar al que sentía que pertenecía. Estaba a escasa media hora de Arauca, donde la temperatura descendía y el paisaje era más acogedor, donde reinaban los guaduales, los cañaverales, los cercos, las casas de tapia, de techos de teja de barro, casas en su mayoría rojas, con las matas colgando en sus corredores, donde olía al maíz recién amasado y asado en la parrilla. Allí, lejos del bullicio de Arauca, estaba la entrada a la Esmeralda.